El Paraguay y sus límites fronterizos. La Era de Francisco Solano López (1862-1870)
Autor: Eduardo Nakayama
En la década del 60 del siglo XIX vencían plazos para renegociar temas de límites que involucraban al Paraguay, a lo que se sumarían otros hechos que llevaron a la región al despeñadero: el retorno del poder a Buenos Aires después de la batalla de Pavón con el liderazgo encabezado por Bartolomé Mitre (1861); la referida muerte del presidente Carlos Antonio López en Asunción que derivó prácticamente en una sucesión dinástica a favor de su hijo Francisco Solano López (1862); el inicio de la “cruzada libertadora” emprendida por Venancio Flores contra el gobierno blanco en Uruguay (1863); y el cambio del gabinete imperial en Río de Janeiro, que propiciaría una política exterior intervencionista en el Plata (1864); el cocktail perfecto para una explosión inminente. El problema uruguayo tenía ramificaciones peligrosas que venían infectando las relaciones entre el Paraguay y la Argentina; desde 1863 se verificó un intenso intercambio epistolar entre las cancillerías oriental, paraguaya y argentina, donde Montevideo solicitaba la intervención paraguaya ante la Argentina, a fin de conseguir su apartamiento del conflicto interno y por su parte, Buenos Aires rehusaba brindar explicaciones a quien creía sin derecho a exigirlas, tirantez agravada por el temor que generaba la fortificación de la isla Martín García, pues el mismo Edward Thornton manifestaba que: “[…] tengo razón para creer que esta medida ha sido adoptada como una precaución contra cualquiera intención hostil de parte de las repúblicas del Uruguay y del Paraguay.”
En su misión a Río de Janeiro, José Mármol encontró a Zacarías de Góis e Vasconcelos recuperando la presidencia del Consejo de Ministros y adelantando lo que se vendría, escribía a Mitre: “Esta situación va pareciéndose mucho a la de 1850; el gobierno [del Imperio del Brasil] va a remolque de la opinión riograndense, y aquí mismo lo impelen a una política interventora. La reparación de agravios propios es el pretexto, pero el verdadero motivo es la política tradicional de este gobierno o, más bien, de este país; es decir, tomar parte siempre en los negocios orientales, porque alguna ganancia se saca de ese modo.” Ante la poca satisfacción de sus requerimientos de parte del gobierno argentino, la respuesta paraguaya fue la orden de conscripción general decretada por Francisco Solano López en febrero de 1864 y la creación del Campamento Cerro León en Pirayú donde 30.000 mil reclutas de entre dieciséis y cincuenta años de edad recibían instrucción militar intensiva, atentos a un eventual conflicto con la Argentina, mientras que en forma escalonada, otros 34.000 lo harían desde otros puntos del país como la Villa Real de la Concepción, Villa Encarnación, el campamento de Humaitá y en la capital, Asunción.
Por el contenido del informe del representante diplomático estadunidense Charles Washburn a su Secretario de Estado William Seward se entendía que el conflicto también podría involucrar al Brasil, ya que le informaba que “el presidente [Francisco Solano] López está todavía haciendo grandes esfuerzos para acrecentar sus fuerzas militares. Afecta creer que Buenos Aires y el Brasil meditan algún daño en contra suya, y tiene un ejército muy superior a lo que el país podría soportar por largo tiempo.” La inserción del Paraguay en el escenario platino no necesariamente colisionaba con los intereses argentinos o brasileños, tal como se había demostrado durante el gobierno de Carlos Antonio López, sin embargo, esta compleja seguidilla de acontecimientos coincidía con el proceso de formación de los estados nacionales en la región; el Partido Liberal había retornado al poder en el Brasil desplazando a los conservadores y enfrentó una serie de problemas internos, como la quiebra de bancos que derivó en una profunda crisis comercial en Río de Janeiro, así como problemas externos con la humillación recibida por parte del Reino Unido en la llamada Cuestión Christie, obligando a los liberales a buscar mostrarse competentes en temas externos que sensibilizaban a la opinión pública carioca, tornando las presiones de los latifundistas riograndenses con intereses en Uruguay en un tema delicado.
Además, el gobierno imperial no toleraba al gobierno blanco uruguayo en el poder y por ello organizó la Misión Saraiva que partió de Río de Janeiro rumbo a Montevideo con el objeto manifiesto de obtener reparación a un listado de 102 reclamaciones, de las cuales 74 eran por agravios inferidos por las autoridades dependientes del gobierno, garantías de seguridad para sus súbditos en territorio oriental. Según informaba Rufino de Elizalde a Mármol, las reclamaciones eran “un pretexto para miras ulteriores, entonces será exigente, y como real y efectivamente no pueden ser atendidas, se romperá bien pronto. ¿Pero cuál sería la intención del Brasil en esto? ¿Una intervención para colocar al general Flores en el poder?” El Paraguay acompañaba de cerca los acontecimientos y se preparaba en consecuencia: José Berges escribía a Félix Egusquiza, cónsul paraguayo en Buenos Aires, que “el campamento de Humaitá ha sido reforzado con tres mil reclutas y en el de Santa Teresa, Villa de la Encarnación y en las fronteras del Norte, se han hecho también fuertes reclutamientos; por fin todo el país se va militarizando, y crea usted que nos pondremos en estado de hacer oír la voz del gobierno paraguayo en los sucesos que se desenvuelven en el Río de la Plata, y tal vez lleguemos a quitar el velo a la política sombría y encapotada del Brasil.”
Luego de emprendidas negociaciones multilaterales infructuosas con la marcada ausencia del Paraguay, que había ofrecido sus oficios de mediador y el acercamiento previo entre el Imperio del Brasil y la República Argentina como nota resaltante, el consejero José Antônio Saraiva presentó un ultimátum al gobierno de Montevideo en fecha 4 de agosto de 1864 y casi paralelamente, el 17 de agosto, el ministro Elizalde exponía en la Cámara de Diputados la nueva política argentina de alianza con el Imperio del Brasil, afirmando que era necesario dejar de lado el secular antagonismo hispano-portugués heredado de la colonia, y aprovechar la predisposición imperial, buscando así inaugurar una nueva política de alianza con su poderoso vecino. El 22 de agosto, se firmó un protocolo que formalizaba las promesas verbales intercambiadas entre Mitre y Saraiva en su reunión del 11 de julio anterior. El gobierno paraguayo, enterado de los últimos acontecimientos en el Plata y del ultimátum imperial a Montevideo que contemplaba la aplicación de represalias, presentó al representante imperial en Asunción su famosa nota del 30 de agosto de 1864, donde advertía que: “[…] la República del Paraguay considerará cualquier ocupación del territorio oriental por fuerzas imperiales […] como atentatorio contra el equilibrio de los Estados del Plata, que interesa a la República del Paraguay como garantía de su seguridad, paz y prosperidad, y que protesta de la manera más solemne contra tal acto, descargándose desde luego de toda responsabilidad por las ulterioridades de la presente declaración.”
El Imperio desoyó esta grave advertencia e inició la invasión de la República Oriental del Uruguay desde octubre de 1864, lo que fue respondido por el Paraguay con la captura del buque Marqués de Olinda al mes siguiente y posteriormente con la invasión del Mato Grosso, al tiempo que Paysandú resistía a orillas del río Uruguay hasta caer en enero de 1865, verificándose al mes siguiente el cambio de gobierno en Montevideo con el ascenso de Venancio Flores. Estallado el conflicto con el Brasil, la negativa de Mitre de permitir el paso de tropas paraguayas por territorio argentino alegando neutralidad no convenció a López y en la sospecha que éste se hallaba en sintonía con el Imperio, le declaró la guerra para después invadir Corrientes. Como consecuencia, el 1 de mayo de 1865 se firmaba el Tratado de la Triple Alianza, estableciendo, entre otros puntos, requisitos para un eventual acuerdo de paz y delimitación de fronteras conforme a las pretensiones de los aliados sobre los territorios disputados con el Paraguay. Ya tarde, la cancillería imperial advirtió en el texto el peligro de la reconstrucción del Virreinato del Río de la Plata, sintiendo como una amenaza el esparcimiento de las ideas republicanas sobre los grandes ríos del Sud y aunque el consejero Saraiva transmitió a Octaviano de Almeida los “merecidos parabienes del gobierno imperial” por la firma del tratado, en los pasillos quedó flotando una recia y agresiva oposición que consideró al Tratado como un “pacto calamitoso”, un triunfo de la diplomacia argentina sobre la imperial.
La Sección de Negocios Extranjeros del Imperio alertaba del riesgo de absorción del Paraguay por parte de la Argentina, puesto que la independencia paraguaya se garantizaba apenas por cinco años, generando mucha desconfianza entre los principales signatarios de la alianza, lo que aumentaba por el reconocimiento territorial, a favor de Argentina, de todo el Chaco, desde la zona de confluencia de los ríos Paraná y Paraguay hasta la Bahía Negra por un lado, y de las Misiones por el otro, dibujando un “apretado abrazo argentino” en forma de “U” que convertía al Paraguay en un apéndice o satélite del gobierno de Buenos Aires, tema que sería objeto de discusión hasta mucho después de finalizado el conflicto. Una vez publicadas las gravosas estipulaciones de la alianza por el periódico británico The Times, el Tratado Secreto fue objeto de rechazo internacional, lo que para el Paraguay significó la adhesión de nuevas simpatías en América y Europa, mientras que para los países de la Alianza –especialmente el Imperio- implicó combatir en un nuevo frente de batalla diplomático, en distintos países, a fin de contrarrestar sus efectos.
Cuando en Paraguay se supo de las reacciones positivas que produjo la publicación del Tratado, el periódico oficial El Semanario publicaba: “El señor conde de Russell ha hecho esta vez un gran servicio, no solamente a la gran causa […] que sostiene el Paraguay, sino a la humanidad entera, publicando al mundo las miras depravadas y criminales de la Triple Alianza […] Si alguna vez llegase a manos del gran político de Inglaterra nuestra humilde hoja, desearíamos que estas constancias fueran aceptadas como las expresiones muy sinceras del agradecimiento que le tributa en nombre de la prensa paraguaya por el importante servicio que tan desinteresadamente ha prestado […].” No cabe en este breve trabajo sobre límites analizar los detalles de la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) más sí, algunas de sus causas y consecuencias. El historiador paraguayo Hipólito Sánchez Qüell enumera algunas de las causas del conflicto regional, que atribuye a las ambiciones territoriales del Imperio del Brasil; al papel de Venancio Flores en la guerra uruguaya; las intrigas e incitaciones de los blancos [a López]; el intervencionismo -benévolo primero y amenazador después- de Solano López; el deseo de Mitre de consolidar su poder [interno] mediante la explotación de un peligro exterior así como también, el de los móviles económicos, considerando que “en el Paraguay existía prácticamente un socialismo de Estado, representado por el monopolio gubernamental de la yerba mate, del tabaco y de las maderas de construcción.”
Los acuerdos de posguerra y la génesis del conflicto con Bolivia
Finalizada la guerra con una larga la estela de sangre y bajo ocupación militar, nuevos gobernantes paraguayos debían definir sus destinos defendiendo sus intereses. En la década de la posguerra, sin embargo, como afirma Warren, “demasiados paraguayos tuvieron muy poco sentido del patriotismo” pues, además de los exiliados que habían regresado, los extranjeros –soldados, comerciantes, aventureros, diplomáticos, inmigrantes, amigos de novedades, periodistas- dominaban la vida asuncena, quedando los paraguayos relegados al trasfondo. Entre los distintos grupos en formación se encontraban los exoficiales y soldados de la Legión Paraguaya –los legionarios- quienes, aunque primeramente rivalizaron con los ex prisioneros de guerra y funcionarios de López que regresaban de misiones en el extranjero, rápidamente tuvieron que acordar sobre puntos críticos, ante la destrucción y ruina económica en que todos se veían inmersos. Las afinidades, por tanto, responderían en lo sucesivo no a sus posicionamientos en torno a la figura de López, sino a la cercanía que unos y otros disputaban para ganarse las simpatías de las fuerzas de ocupación, explotando las rivalidades que desde entonces volvieron a surgir entre los mayores socios de la Alianza: la Argentina y el Imperio del Brasil.
Antes de la firma en Buenos Aires del Protocolo del 9 de mayo de 1870 entre el canciller argentino Mariano Varela, el representante oriental Adolfo Rodríguez y el plenipotenciario brasileño José María da Silva Paranhos, éste buscó imponer la tesis de que el gobierno provisorio paraguayo debía aceptar las pretensiones territoriales contempladas en el Tratado Secreto; Varela afirmó que los aliados se habían comprometido a respetar la soberanía paraguaya y que “la victoria no da derechos a las naciones aliadas para declarar por sí, límites suyos los que el tratado señaló” compeliendo a Paranhos, quien en ese momento tuvo que ceder, aunque como respuesta, el Imperio inició negociaciones por separado para definir sus límites con el gobierno paraguayo, apartándose del texto del tratado, que les impedía hacerlo. José Falcón, antiguo funcionario de la época de don Carlos Antonio López, elaboró las memorias relacionadas a los territorios disputados con el Imperio y decía que “hoy con motivo de la guerra y del triunfo que alcanzaron sus armas sobre nuestra desgraciada patria, habrán puesto ya sus establecimientos, para venir a imponernos un tratado definitivo que se espera, la obligación de reconocerles como propios del Brasil, toda la derecha del Apa, y aún en las presentes circunstancias en que se encuentra el Paraguay, podrán pretender hasta el corazón de la República, para que de este modo queden perfectamente cumplidas las escandalosas estipulaciones del tratado secreto de 1º de mayo de 1865”.
Falcón, al notar que su gobierno buscaba relajar la defensa de sus derechos territoriales, renunció a su representación por medio de una nota expresando que: “no pudiendo avenirme con esta declaración, que es el cumplimiento de lo estipulado en ese tratado secreto para la conquista del Paraguay […], y por consiguiente, considerando que firmando un tratado con tales condiciones, atraería sobre mi nombre la maldición eterna de nuestra posteridad […]; no concordando con mi colega el señor Loizaga, me veo en la penosa pero indeclinable necesidad de pedir a usted se sirva exonerarme de los plenos poderes que me ha confiado, así como de la cartera del Ministerio a mi cargo […].” Carlos Loizaga, en representación del Paraguay, suscribió el Tratado de enero de 1872 con el Barón de Cotegipe poniendo fin a esa disputa territorial y cediendo sin discusión toda la extensión pretendida por el Imperio en el Tratado Secreto; Argentina exigió explicaciones por lo que calificó como grave violación a la alianza, decidiendo formalizar la ocupación de las tierras en disputa al designar un gobernador del Chaco con sede en la Villa Occidental, iniciándose de esa manera otra controversia, esta vez con el gobierno paraguayo, que era apoyado indirectamente por el Imperio, que jugó a frustrar las pretensiones argentinas. Ante la indignación que causó en Buenos Aires el actuar del Imperio con repercusiones en la prensa porteña, Paranhos intentó apaciguar los ánimos afirmando que eran apenas protocolos preliminares y que se respetaría lo acordado en el Tratado Secreto, iniciando negociaciones que se desarrollaron en Asunción y Río de Janeiro, donde Mitre pasaría la mayor parte del segundo semestre de 1872 para firmar, con el marqués de San Vicente, un convenio que dejaba nuevamente en vigor el Tratado de 1865 pero respetando el Tratado Loizaga-Cotegipe como un hecho consumado.
A pesar de la euforia inicial, las negociaciones de Mitre en la capital del Imperio no generarían los resultados esperados en Argentina y en los años sucesivos, se darían largas al asunto hasta que luego de muchas negociaciones que tuvieron a la Villa Occidental como foco de discusión, Argentina y Paraguay firmarían el Tratado de 1876, siendo el plenipotenciario paraguayo Facundo Machaín el artífice de salvar la Villa Occidental a favor de su país, consiguiendo que la cuestión fuese sometida al arbitraje del presidente de los Estados Unidos, Rutherford Birchard Hayes. El tratado firmado por Machaín con Bernardo de Irigoyen cedía las Misiones pero dividía el Chaco disputado en tres partes: 1) entre los ríos Bermejo y Pilcomayo, a favor de la Argentina; 2) entre los ríos Pilcomayo y Verde (incluida la Villa Occidental), que era sometida a arbitraje; y 3) entre el río Verde y la Bahía Negra, a favor del Paraguay. En noviembre de 1878 el presidente Hayes falló a favor del Paraguay y en cumplimiento del laudo, la Argentina entregó la Villa Occidental el 14 de mayo de 1879, finalizando oficialmente la ocupación militar aliada en territorio paraguayo que se había extendido por espacio de más de diez años (1869-1879).
En 1879 también se firmaría el primer tratado con Bolivia para delimitar el Chaco por medio del acuerdo firmado en Asunción entre Antonio Quijarro, ministro plenipotenciario de Bolivia y el canciller paraguayo José Segundo Decoud el 15 de octubre de 1879 donde se acordó que “las repúblicas del Paraguay y Bolivia declaran que han convenido amigablemente en fijar sus límites divisorios, sin discutir títulos ni antecedentes […donde] la República del Paraguay se divide de la de Bolivia por el paralelo que parte de la desembocadura del río Apa hasta encontrar el río Pilcomayo; en consecuencia, el Paraguay enuncia a favor de Bolivia el derecho al territorio comprendido entre el mencionado paralelo y la Bahía Negra y Bolivia reconoce como perteneciente al Paraguay la parte sur hasta el brazo principal del Pilcomayo”, tratado que fue rechazado por el Congreso de Bolivia. Todos los esfuerzos para evitar el conflicto serían en vano, aún con la vigencia de la llamada “Convención Gondra” aprobada unánimemente y sin enmiendas por los países americanos, donde se preveía que las desinteligencias que pudieran darse entre dos países contratantes, debían agotar las negociaciones por vía diplomática y si no llegaren a acuerdos, delegaran la solución a una comisión diplomática o sometida a la investigación especial de una comisión específicamente nombrada para el efecto, obligando a los contratantes a no efectuar ninguna maniobra militar que acarreara algún problema para las mismas.
Esta Convención incluiría el arbitraje obligatorio entre las naciones americanas como instrumento jurídico para eliminar del continente americano los peligros de las guerras bajo el siguiente postulado máximo: “En un conflicto entre Estados puede el débil ser justo; puede serlo el fuerte. Pero la injusticia del uno está limitada por su propia impotencia, al paso que la del otro puede pretender llegar donde llegue su fuerza. Por eso, no pudiendo hacer que el justo sea siempre fuerte, nos hemos empeñado porque el fuerte sea siempre justo.” El proceso de demarcación en lo sucesivo, desde la ratificación de los acuerdos con el Imperio del Brasil y la República Argentina incluyendo el Laudo Hayes abarcando grandes extensiones territoriales en disputa, finalizaron manu militari a favor de los aliados victoriosos y en contra de las pretensiones del vencido, que tuvo que conformarse con rescatar parte del Chaco, la más vital para no dejar al descubierto su heartland por medio de un arbitraje que le dio la razón, pero que de igual manera debía disputarla nuevamente -todo el Chaco- en el siglo XX con Bolivia. El Paraguay tiene la particularidad de ser uno de los pocos países del mundo que definió todos sus límites fronterizos, con todos sus vecinos, luego de sendas guerras internacionales, las mayores de la historia mundial libradas en el hemisferio septentrional, hasta antes de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
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